Y allí estábamos otra vez. Sentadas en cualquier sucia
acera, cansadas de bailar, con ampollas en los pies. Compartíamos el último
cigarro. Nuestro pelo rubio estaba despeinado, enredado, nuestro pintalabios
corrido y teníamos unas horribles moradas, profundamente marcadas ojeras debajo
de los ojos. No sabíamos qué hora era, tampoco nos importaba. El sol empezaba a
asomarse. Hablábamos de esos temas que habíamos deseado olvidar con la primera
copa de whisky de la noche. Pero no puedes huir de los problemas, nunca
desaparecen. Puedes intentar evadirte, pero ellos te esperan en la esquina que
tienes que cruzar para llegar a casa. Cuando saben que estarás sola, porque
nadie te acompaña. Recuerdo que limpiaba las lágrimas negras que rodaban por
tus mejillas. Y ahí, en ese mismo momento, en ese mismo lugar, deseé que la
magia existiera. Deseé decirte que te quería, que no me iba a ir a ninguna
parte, que lucharía a tu lado contra quien fuera. Pero preferí dejar que tus
ojos lo adivinaran y, en vez de decirte nada, te di un abrazo en el que deseaba
llevarme una parte de tu dolor, para al menos saber que esa noche dormirías
tranquila. Deseé ser capaz de mantener alejados a tus viejos demonios que
venían a visitarte cada noche, tan rastreros, tan crueles. Tus ojos azules
escondían mil secretos. Algo sobre tu forma de bailar desvelaba que habías
visto demasiado para ser tan joven. Tus silencios decían más que tus palabras.
La tinta de tu piel ardía con furia. Después de tantos años, una parte de ti
seguía siendo un completo misterio. Cargabas con pensamientos que todavía nadie
había conseguido entender. Quizás ni siquiera tú misma los habías entendido
todavía.
"Ojalá que se llame Amapola, que me coja la mano y me diga que sola no comprende la vida, no"
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